Texto de la exposición, por Nicolás Gómez Echeverri, Curador
Maca Galería, Bogotá. Marzo-Abril, 2017
Una fotografía de la Vía láctea nos expande la dimensión; nos recuerda que la definición de lugar existe en un amplísimo rango de escalas: desde el cosmos —allá, afuera, lejos, desconocido— hasta la pequeña galería que visitamos —acá, adentro, cerca, propia. La foto nos hace tener presente que, así como estamos entre cuatro paredes blancas, al mismo tiempo estamos en una esfera acuosa que flota en medio de una galaxia (y que compartimos con esa estela de estrellas). Así como los muros delimitan la sala de exposición, también esta visión de la Vía láctea devela sus bordes: sería el vacío infinito que se extiende por detrás, más allá; el mismo Universo donde, a su vez, la galaxia se suspende y que, por siglos, ha sido imaginado y razonado por todos los pueblos.
Otra fotografía nos trae de vuelta a la tierra. Puntualmente, al Parque Natural Uluru en el centro de Australia, donde se levantan 350 metros de un gran monolito sagrado sobre un vasto desierto que culmina en una línea de horizonte de giro completo. También, este enorme montículo, solitario y autista, en medio de la planicie, es perfilado por el vacío que lo rodea, por el aire que lo abrasiona, moldea, pule y erosiona. El vacío abraza y pareciera dar sentido a una densa y robusta masa de piedra, desde donde creen los habitantes del lugar que se originó el mundo.
Con esas dos fotografías la artista sugiere un prefacio a su exposición, plantea los términos y el vocabulario para definir y saber habitar el lugar que quiere trasladar a la galería. No se trata específicamente de la Vía láctea o de la Ayers Rock o de MACA; se trata de todo aquello que comparten uno y otro. Se trata de un lugar sin nombre, un lugar extraño (pero no desconocido), hecho de materia y vacío, de áreas y contornos, límites y contenidos, horizontales y verticales, dureza y blandura. Es un repertorio que ha configurado desde hace más de quince años, capturando y reelaborando las señales y rastros, visibles e invisibles, de una gran creación. Aquí, vuelvo a las palabras de Gilbert Chesterton:
Con esas dos fotografías la artista sugiere un prefacio a su exposición, plantea los términos y el vocabulario para definir y saber habitar el lugar que quiere trasladar a la galería. No se trata específicamente de la Vía láctea o de la Ayers Rock o de MACA; se trata de todo aquello que comparten uno y otro. Se trata de un lugar sin nombre, un lugar extraño (pero no desconocido), hecho de materia y vacío, de áreas y contornos, límites y contenidos, horizontales y verticales, dureza y blandura. Es un repertorio que ha configurado desde hace más de quince años, capturando y reelaborando las señales y rastros, visibles e invisibles, de una gran creación. Aquí, vuelvo a las palabras de Gilbert Chesterton:
Perdido en las inmensas llanuras del tiempo, vaga un enano que es la imagen de Dios y ha sido el artífice, a escala aún más diminuta, de una imagen de la Creación. Ese retrato pigmeo de Dios es lo que llamamos ; su pigmeo retrato de la Creación es lo que llamamos . Sería subestimar la función del hombre decir que únicamente ha expresado su propia personalidad. Pues todo artista expresará, sin duda, su propia personalidad, pero principalmente a través de su interés por otras personalidades […] o incluso a través de su interés por impersonalidades como el viento, la lluvia, la música o la metafísica. Su tarea —secundaria, aunque divina— consiste en volver a crear el mundo […] (“El espejo”, 1906).
A esta idea, añadiría que la re-creación del mundo en manos de los artistas se produce en una búsqueda. Su obra es la búsqueda. Siguiendo la tradición de grandes naturalistas, Rosario indaga y busca en la fisionómica de la naturaleza, en sus propiedades observables que le confieren carácter y temperamento: el viento de California, el desierto en Paracas, las nubes de Machu Picchu, el paso del tiempo en el Perito Moreno, el suelo en Uyuni, las esquinas de Bogotá. De estas improntas de la creación insiste en componentes que pueden pasar desapercibidos, fuerzas que estructuran y dan cuerpo al mundo: principalmente el vacío que, para Rosario, es entorno y contenido, es interior y exterior, estático y móvil.
De ahí que las dos fotografías que expone escenifican estos términos, que se reelaboran a su vez en otras piezas. La escultura, en tanto medio que potencia la masa y el espacio, es útil también para concebir lo informe y el vacío. Unos bloques geométricos, rígidos y angulosos de bronce fundido, que otrora fueron partes de una unidad compacta, se muestran como fragmentos dislocados. Pero en su cercanía crean un espacio vacío que es transformable y relativo. Con el molde original en barro crudo, Rosario realizó una serie de improntas sobre papel. Cada dibujo muestra un lado del objeto ya inexistente, volviéndose vestigios de su búsqueda. Estos dibujos son la huella de una cara oculta, de un estadio de creación anterior que ha permitido la decantación de la forma en otras formas, y en otras formas, y en otras formas. Y no solo ocurre esto en el proceso del taller, sino ocurre en la imaginación y el potencial de lectura. Pues aunque el referente primero haya sido algún vacío caprichoso, los dibujos se vuelven iconos de otras posibilidades: ¿acaso mapas, diagramas, constelaciones? ¿acaso plantas, animales, edificios, cosas?
Para configurar un lugar extraño Rosario López realizó una libre disposición de piezas que provienen de diferentes estadios de su trabajo, de diferentes tiempos y espacios. La sumatoria de patrones, trapezoides, paralelogramos, líneas, volúmenes, trazos, bordes, moldes, recortes y costuras, arman un entorno de nuevas relaciones y asociaciones. Una exposición, como la tierra misma —mejor, como el universo— se configura capa sobre capa, con vacíos entre una y otra. «¿Qué devendría del vacío del espacio?» —se preguntaba Martin Heidegger (“El arte y el espacio”, 1969).
Maca Galería, Bogotá. Marzo-Abril, 2017
Una fotografía de la Vía láctea nos expande la dimensión; nos recuerda que la definición de lugar existe en un amplísimo rango de escalas: desde el cosmos —allá, afuera, lejos, desconocido— hasta la pequeña galería que visitamos —acá, adentro, cerca, propia. La foto nos hace tener presente que, así como estamos entre cuatro paredes blancas, al mismo tiempo estamos en una esfera acuosa que flota en medio de una galaxia (y que compartimos con esa estela de estrellas). Así como los muros delimitan la sala de exposición, también esta visión de la Vía láctea devela sus bordes: sería el vacío infinito que se extiende por detrás, más allá; el mismo Universo donde, a su vez, la galaxia se suspende y que, por siglos, ha sido imaginado y razonado por todos los pueblos.
Otra fotografía nos trae de vuelta a la tierra. Puntualmente, al Parque Natural Uluru en el centro de Australia, donde se levantan 350 metros de un gran monolito sagrado sobre un vasto desierto que culmina en una línea de horizonte de giro completo. También, este enorme montículo, solitario y autista, en medio de la planicie, es perfilado por el vacío que lo rodea, por el aire que lo abrasiona, moldea, pule y erosiona. El vacío abraza y pareciera dar sentido a una densa y robusta masa de piedra, desde donde creen los habitantes del lugar que se originó el mundo.
Con esas dos fotografías la artista sugiere un prefacio a su exposición, plantea los términos y el vocabulario para definir y saber habitar el lugar que quiere trasladar a la galería. No se trata específicamente de la Vía láctea o de la Ayers Rock o de MACA; se trata de todo aquello que comparten uno y otro. Se trata de un lugar sin nombre, un lugar extraño (pero no desconocido), hecho de materia y vacío, de áreas y contornos, límites y contenidos, horizontales y verticales, dureza y blandura. Es un repertorio que ha configurado desde hace más de quince años, capturando y reelaborando las señales y rastros, visibles e invisibles, de una gran creación. Aquí, vuelvo a las palabras de Gilbert Chesterton:
Con esas dos fotografías la artista sugiere un prefacio a su exposición, plantea los términos y el vocabulario para definir y saber habitar el lugar que quiere trasladar a la galería. No se trata específicamente de la Vía láctea o de la Ayers Rock o de MACA; se trata de todo aquello que comparten uno y otro. Se trata de un lugar sin nombre, un lugar extraño (pero no desconocido), hecho de materia y vacío, de áreas y contornos, límites y contenidos, horizontales y verticales, dureza y blandura. Es un repertorio que ha configurado desde hace más de quince años, capturando y reelaborando las señales y rastros, visibles e invisibles, de una gran creación. Aquí, vuelvo a las palabras de Gilbert Chesterton:
Perdido en las inmensas llanuras del tiempo, vaga un enano que es la imagen de Dios y ha sido el artífice, a escala aún más diminuta, de una imagen de la Creación. Ese retrato pigmeo de Dios es lo que llamamos ; su pigmeo retrato de la Creación es lo que llamamos . Sería subestimar la función del hombre decir que únicamente ha expresado su propia personalidad. Pues todo artista expresará, sin duda, su propia personalidad, pero principalmente a través de su interés por otras personalidades […] o incluso a través de su interés por impersonalidades como el viento, la lluvia, la música o la metafísica. Su tarea —secundaria, aunque divina— consiste en volver a crear el mundo […] (“El espejo”, 1906).
A esta idea, añadiría que la re-creación del mundo en manos de los artistas se produce en una búsqueda. Su obra es la búsqueda. Siguiendo la tradición de grandes naturalistas, Rosario indaga y busca en la fisionómica de la naturaleza, en sus propiedades observables que le confieren carácter y temperamento: el viento de California, el desierto en Paracas, las nubes de Machu Picchu, el paso del tiempo en el Perito Moreno, el suelo en Uyuni, las esquinas de Bogotá. De estas improntas de la creación insiste en componentes que pueden pasar desapercibidos, fuerzas que estructuran y dan cuerpo al mundo: principalmente el vacío que, para Rosario, es entorno y contenido, es interior y exterior, estático y móvil.
De ahí que las dos fotografías que expone escenifican estos términos, que se reelaboran a su vez en otras piezas. La escultura, en tanto medio que potencia la masa y el espacio, es útil también para concebir lo informe y el vacío. Unos bloques geométricos, rígidos y angulosos de bronce fundido, que otrora fueron partes de una unidad compacta, se muestran como fragmentos dislocados. Pero en su cercanía crean un espacio vacío que es transformable y relativo. Con el molde original en barro crudo, Rosario realizó una serie de improntas sobre papel. Cada dibujo muestra un lado del objeto ya inexistente, volviéndose vestigios de su búsqueda. Estos dibujos son la huella de una cara oculta, de un estadio de creación anterior que ha permitido la decantación de la forma en otras formas, y en otras formas, y en otras formas. Y no solo ocurre esto en el proceso del taller, sino ocurre en la imaginación y el potencial de lectura. Pues aunque el referente primero haya sido algún vacío caprichoso, los dibujos se vuelven iconos de otras posibilidades: ¿acaso mapas, diagramas, constelaciones? ¿acaso plantas, animales, edificios, cosas?
Para configurar un lugar extraño Rosario López realizó una libre disposición de piezas que provienen de diferentes estadios de su trabajo, de diferentes tiempos y espacios. La sumatoria de patrones, trapezoides, paralelogramos, líneas, volúmenes, trazos, bordes, moldes, recortes y costuras, arman un entorno de nuevas relaciones y asociaciones. Una exposición, como la tierra misma —mejor, como el universo— se configura capa sobre capa, con vacíos entre una y otra. «¿Qué devendría del vacío del espacio?» —se preguntaba Martin Heidegger (“El arte y el espacio”, 1969).